Entre los hebreos no se le ponía a las personas un nombre cualquiera de forma arbitraria, pues el «nombre», como en casi todas las culturas antiguas, indica el ser de la persona, su verdadera identidad, lo que se espera de ella. Por eso el evangelista Mateo tiene tanto interés en explicar desde el comienzo a sus lectores el significado profundo del nombre de ese personaje del que va a hablar a lo largo de todo su evangelio. El «nombre» de ese niño que todavía no ha nacido es «Jesús», que significa «Dios salva». Se llamará así porque «salvará a su pueblo de los pecados».
La humanidad necesita ser salvada del mal, de las injusticias y la violencia, ser perdonada y reorientada hacia una vida más digna del ser humano. Esta es la salvación que se nos ofrece en Jesús. Mateo le asigna además otro nombre: «Emmanuel». Sabe que Jesús no ha sido llamado así históricamente. Es un nombre chocante, absolutamente nuevo, que significa «Dios-con-nosotros». Un nombre que sólo le atribuimos a Jesús los que creemos que, en él y desde él, Dios nos acompaña, nos bendice y nos salva.
Las primeras generaciones cristianas llevaban el nombre de Jesús grabado en su corazón. Lo repiten una y otra vez. Se bautizan en su nombre, se reúnen a orar en su nombre. Para Mateo, es una síntesis afectiva de su fe. Para Pablo, nada hay más grande. Después de veinte siglos, hemos de aprender a pronunciar el nombre de Jesús de manera nueva. Con cariño y amor, con fe renovada, en actitud de conversión. Con su nombre en nuestros labios y en nuestro corazón podemos vivir y morir con esperanza.
Juan Borea Odría
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