lunes, 7 de abril de 2008


EL POZO DE LOS IGUALES

A veces -como en este momento en que veo jugar a mis hijas- me pongo a pensar en lo marcadamente distinto que llega a ser el mundo que generalmente producimos los adultos, comparado con el mundo que generalmente crean los niños.

En el primero predominan hoy los sombríos tonos grises, denotando las guerras con las muertes de quienes no debieran morir, exponiendo el hambre de muchos frente al indolente dispendio de los pocos, exaltando la discriminación de raza, sexo, edad, clase social y cultura. El mundo que sale de ciertas manos adultas –en especial de quienes gozan al ejercer un poder torcido-, esta mayormente plagado de intolerancias, de corrupción, de hediondez, de represión; subsumido en el reino de la des-igualación como condición para alcanzar un curioso concepto de “felicidad” y de éxito”.

Por el contrario, el mundo que crean los niños está predominantemente signado de color (de “inocencia” diremos los adultos, quizás reconociendo nuestra enorme cuota de “culpabilidad” como productores del mundo que aquellos heredarán). Y es que los ojos de los niños y niñas tienen magia, tienen la capacidad para re-encantar lo que el mundo sistémico de los adultos ha mal desencantado. Tradicionalmente, allí donde el sistema ha porfiado por desigualar, la irredenta y maravillosa magia de la niñez ha construido lúdicamente una realidad que se ha entercado tiernamente por igualar a las personas y a las cosas.

En esta línea de reflexión, permítanme referirles brevemente el siguiente episodio de mi vida.

La recordada casa de mis padres, donde viví la mayor parte de mi existencia, está situada frente a un centro estatal de educación inicial. Por muchos años, del proyecto de colegio solo existió un casco de construcción inacabada, sin techo ni puertas, cuyo muro delantero daba a lo que a fines de los años 60s. y primeros años de los 70s era la “cancha de futbol” de arena donde cada domingo se jugaban los coloridos partidos de la entonces liga de San Juan. A los laterales del casco de construcción se hallaban dos “parques”, empíricamente trabajados por la buena voluntad de los vecinos, entre los que se encontraba mi padre. Resultaba curioso ver la aparente fragilidad en que se debatía la vida de esa suerte de oasis, dada la acción depredadora que traía consigo cada partido de futbol con pelota, jugadores y público incluidos. Solo la tenacidad dominguera de “los viejos” –cuando no la energía como para retener las pelotas de futbol de los gozosos émulos del nene Cubillas- hizo posible que el verde no se evaporara en el aire cálido de los veranos sanjuaninos de aquellos días.

Al poco tiempo un nuevo hecho vino a modificar el panorama: se reiniciaron las obras de construcción. Rápidamente se terminó el primer pabellón del colegio (en realidad solo dos aulas). Asimismo se edificó un pequeño local destinado para guardianía y actividades administrativas. Después, se cercaría el área del colegio con una malla metálica, se colocarían unos columpios y la histórica cancha de futbol de la liga de San Juan terminaría trasladándose, sin pena ni gloria, a la Ciudad de los Niños adonde los hinchas del “Cucliman”, del “13 de Enero” y otros, habrían que dirigirse cada domingo para sufrir por sus queridos equipos de barrio tras la utopía de llegar, algún día, a la liga profesional de fultbol peruano, la misma en la que reinaban por aquél entonces los “Cachito” Ramírez, Sotil, Cubillas, Challe, Chumpitaz y otros.

El centro educativo inicial empezó a funcionar con esa infraestructura elemental, siendo que años después las instalaciones crecerían. Por algún tiempo pervivió, cual testimonial “reliquia arqueológica” de los primeros años de la construcción escolar, un pozo de aquellos que se hacen para almacenar agua mientras una obra está en marcha. Era, en realidad, un pozo bastante pequeño, de aproximadamente 2.5 m de largo. X 1.5 m. de ancho y con una profundidad de alrededor de 1 m. Sin embargo, se constituía para nosotros, chicos de entre 8 y 12 años aproximadamente, en la dicha plena del verano.

En el convergíamos un amplio grupo de niños, diversos pero iguales. Allí nos bañábamos, “nadábamos” (¿se puede nadar en un área de esas dimensiones?), buceábamos, nos enfrentábamos contra tiburones imaginarios, competíamos en estilos de clavados. Allí convergíamos niños con color de piel distinta, con apellidos de procedencias geográficas y sociales diferentes; allí estaban los hijos de los guardianes del colegio, migrantes andinos como sus padres, y estaban niños que como yo estudiábamos en el mejor colegio del distrito (el Maristas de San Juan). Allí se encontraban niños como Manuel que para ver “Ultraman”, su programa favorito, debía buscar televisor en la casa de quienes lo teníamos. Allí estaban niños como él, de clases populares, y niños como yo, proveniente de un hogar de clase media. Allí estábamos, soldando amistad pura y limpia, en torno a un pozo que era de todos y de nadie a la vez.

Cuando recuerdo los años de niñez en mi barrio y me vienen a la mente los nombres de mis amigos y amigas, la mayoría de los cuales emprendió rutas diversas, siempre me alegro de haber aprendido y contribuido a construir entre nosotros una mirada de iguales, una mirada mágica de la vida que debiéramos volver a inyectar periódicamente a nuestras existencias de adultos, para hacer posible que así como se puede creer en la multiplicación de los panes y los peces, también se pueda creer en la multiplicación de los pozos de los iguales.

Que mañana y los siguientes días sean buen tiempo para vivir.

Daniel Zevallos Chávez

Postdata: Al dar la casualidad de haber escrito este artículo el 5 de Abril del 2008, no puedo dejar de preguntarme, a propósito de conmemorarse un año más del llamado autogolpe de estado de 1992, si es que ese hecho político y sus protagonistas principales ¿habrán contribuido para construir una mirada como iguales en el país?, ¿habrán contribuido para reencontrar ética y política, tan disociadas ya por la tradicional lógica del sistema?. La ciudadanía, la historia y la justicia tienen la palabra.

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