lunes, 10 de marzo de 2008


DE RECREOS, LAGARTIJAS Y ALACRANES (EXPLORANDO EL MUNDO DEL PODER)

La exploración junto con la capacidad de asombro es parte de las características más o menos comunes del proceso de desarrollo de la niñez y de la adolescencia. Explorar es afinar los sentidos, liberar el espíritu de sus ataduras para aceptar internarse en lo brumoso, en el ámbito de lo desconocido, en el reino donde no se tiene el control pleno del acontecer, a fin de empezar a asir el misterio para modelar descripciones, bosquejar respuestas y ” construir la realidad”. Mientras más cuota de misterio haya, mientras menos conocida sea la realidad a explorar, más riesgo habrá y más han de latir nuestras pulsaciones en medio del descubrimiento acompañado del asombro. Este preámbulo sirve para referir un hecho anecdótico de nuestros días escolares que, visto a la luz de los años, me permite pensarlo de una singular manera.
Allá por la primera mitad de los años setentas, cuando cursábamos los tiempos finales de la primaria y los iniciales de la secundaria en el “Maristas de San Juan”, la exploración y la capacidad de asombro –aunada a una dosis de transgresión- era, en muchos casos, componente típico de nuestras vidas. Nos gustaba recorrer, por ejemplo, el área desértica no construida del colegio (que por aquel entonces representaba alrededor de las ¾ partes del mismo). Dada la distancia física respecto al lugar donde se encontraban los salones y el patio de formación (hablamos de entre 200 a 300 m. sino más), había que organizar las expediciones para los momentos del recreo largo correspondiente al refrigerio, el mismo que tenía una duración de 30 minutos. Solo así era posible plantearse tales recorridos que siempre eran cortados, abruptamente, por el lejano y poco audible sonido de la vieja chicharra del patio, que indicaba el final del recreo, el inicio de una loca carrera por llegar a la formación a tiempo y la postergación temporal de nuestras sigilosas incursiones a ese indescifrado paraíso contradictorio.

Se trataba de un mundo prácticamente virginal, donde el cemento no había logrado colonizar aún el mundo de la vida hecho de multitud de formas. Era una realidad maravillosa, misteriosa y atemorizable a la vez. La arena en aparente diálogo perpetuo con las piedras, las lagartijas y los alacranes, el sol abanicando nuestro pasos, el silencio roto solo por los latidos de nuestro corazones llenos de vida, el viento silbando suave, y la lejanía del mundo de los adultos, del mundo de lo establecido. Los que íbamos, en grupo poco numeroso, caminábamos observándolo todo, vigilantes también del posible “peligro”, sea que este último proviniera del hecho de ver a una persona extraña cruzando el cerco perimétrico hacia dentro del colegio, o de que nos encontráramos, repentinamente, con un alacrán de coloración poco común que tomábamos como indicio de cuidado. Provistos del equipo correspondiente, cargando baldes y pequeñas varillas fabricadas con ramas de arbusto, íbamos en busca de lagartijas y alacranes. Atrapábamos estos animalitos para contemplarlos de cerca, para aprender sus comportamientos.

La idea no era matarlos. Un día, sin embargo, a alguien del grupo, influido quizá por alguna clase de historia universal o por alguna película de argumento épico referida a la vieja cultura grecorromana, se le ocurrió organizar un combate entre un alacrán y una lagartija. Se armó, para el efecto, una suerte de pequeño coliseo hecho de tierra y arena y se depositó dentro a los dos protagonistas. Confieso que no me sentí de acuerdo con la ocurrencia pero poco pude hacer para oponerme. Sabía por los conocimientos previos –como seguro lo sabíamos todos los que estábamos allí presentes- que el combate tenía de antemano un vencedor asegurado. De los dos, era el alacrán el que poseía veneno que inoculaba con su aguijón, además de mostrar mayor fuerza y una estructura física mejor diseñada para el enfrentamiento. El alacrán era el que tenía poder. Iniciado el combate observamos asombrados que la lagartija no intentó huir sino, por el contrario, presentó singular lucha. Es más, tomó la iniciativa frente al alacrán. Por un instante, incluso, tuve la ilusión del triunfo de la noble lagartija en ese escenario de desigual distribución del poder. Sin embargo, el mundo volvió a encontrar su eje establecido donde eran los alacranes los que tenían el poder y las lagartijas no. El alacrán atacó con su aguijón y envenenó a su oponente que, a los pocos instantes, desfalleció. En ese momento sonó la chicharra que alguien del grupo oyó a lo lejos y todos abandonamos la experiencia, los baldes, el coliseo y a los luchadores. Mientras corría, atravesando el desierto junto a mis compañeros para no llegar tarde a la formación en el patio e ingresar al salón, la imagen de la lagartija no se me iba de la mente. Su muerte no me resultaba aceptable. Visto el hecho con la madurez de la vida, no se me “cocinaba” entonces, como no se me “cocina” hoy, una realidad marcada por una enorme desigualdad en la distribución del poder donde sean los alacranes los que siempre deban de ganar.
Que mañana y los siguientes días sean buen tiempo para vivir.

Daniel Zevallos Chávez

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